miércoles, 23 de septiembre de 2009

NIETO


LA GINEBRA

Esa noche, el hombro le dolía. El dolor sordo la despertó, comenzó a masajear suavemente el lugar. El ejercicio la despejo, pensó en tomar un analgésico. Algo andaba mal, ella lo sabia. Se levanto muy despacio tratando de no seguir con esa idea. Comenzó a repasar lo hecho ese día. Nada que la pudiera ayudar a olvidar su pesimismo, su presentimiento.Se calzo las pantuflas. El suave sonido de sus pasos llenaron la noche del departamento. Llego a la heladera, saco una botella de leche, sirvió un vaso, busco las pastillas, pensó un momento y puso dos en la boca. De un solo trago las envió al estomago.Dio media vuelta y fue para la cama, al pasar por el baño comenzó el temblor. Muy despacio sus manos temblaron. El estomago apretado le anunciaba lo peor.El cuerpo algo encorvado también comenzó a moverse, no lo podía controlar. Llego al dormitorio y rápidamente tomo la ropa dejada sobre la silla.Miro el reloj, las 5Busco las llaves del coche, la cartera, se vistió deprisa y de un portazo salió rumbo al ascensor. Cuando lo llamo se acentuaron los temblores, sabia que había solo un modo de calmarlos.En el subsuelo su coche esperaba, rojo y brillante. Abrió la puerta y se sentó. Apenas pudo poner la llave de encendido. Finalmente dio arranque y el coche comenzó a ronronear.Su desasosiego iba en aumento obligándola a aferrarse con fuerza del volante, pensó en Luis, tan lejos por su viaje, su imagen se presento sonriendo, levantando una mano. Sintió tristeza, abandono, su amor no estaba.Inmediatamente se concentro en el camino, en controlar sus movimientos. Salió del garaje, con mucho cuidado, miro para ambos lados extremando el cuidado, en este estado se volvía muy torpe.La estación de servicio estaba abierta toda la noche y allí se dirigió. Esas pocas cuadras fueron interminables, la oscuridad del asfalto le daba miedo, la bruma de la madrugada con la iluminación de la calle la agobiaba, se sentía encerrada en un túnel.A lo lejos diviso el cartel amarillo con la palabra SHELL titilando en rojo, acelero venciendo el miedo que la hacia transpirar. Gruesas gotas caían pesadamente en su corto vestido de algodón. Entro en la playa, muy despacio, vio a un empleado sentado en una pequeña silla, los temblores aumentaban . Con dificultad bajo del coche, el muchacho la saludo – ¡Buenas noches señora! -. ¡Llene el tanque! – fue su respuesta. ..¿El baño? – le pregunto¡Ahí! – señalando un par de puertas.Rápidamente se dirigió a la que tenia la imagen de un hombre.La abrió con esperanza.De espaldas, frente a los mingitorios, un hombre alto que terminaba de orinar hacia el gesto característico de ese momento. Sacudía algo con su mano derecha. El hombre no la escucho entrar y se dio media vuelta para salir, aun con su mano ocupada. Ella temblando pero sin dudar dirigió su mano a la entrepierna del que parecía ser otro empleado de la estación de servicio. Sorprendido dio un paso hacia atrás emitiendo un pequeño sonido.¡Tranquilo! – le dijo y lo apretó suavemente. El individuo sin decir palabra se dejo tocar. Inmediatamente ella se puso de rodillas y lo coloco en la boca comenzando a chupar con firmeza.. Lo miraba a los ojos. Sintió como tomaba cuerpo, los temblores continuaban. El hombre aun sorprendido la dejaba hacer.Ella tenia la certeza que se calmaría, iba por buen camino.Se paro, le dio la espalda, apoyo una de sus manos en el borde húmedo del mingitorio, inclinada sobre el, con la mano izquierda corrió la bombacha hacia un lado y se ofreció.¡Metémela! – ordeno Un solo golpe, un poco de ardor.En ese momento un albañil bajo del tren casi corriendo, se dirigió al pequeño bar iluminado de amarillo, grandes letras rojas decían BAR OBELISCO, el hombre sonrió. Levanto la mano, el empleado lo conocía y dando media vuelta busco el porrón , puso un pequeño vaso sobre el mostrador y sirvió hasta el borde. El albañil espero unos segundos mirando fijamente el liquido derramado sobre la tabla. Temblando, tomo el vaso, algunas gotas le mojaron la mano. De un solo envión hizo llegar el liquido al estomago, algo de ardor y la ginebra mágicamente empezó a calmar el temblor de su cuerpo, hasta que se detuvo.

EL PAN QUE NO COMERAS

Un día miro hacia abajo estando desnudo (no es habitual que mire mi cuerpo) y veo en medio del abdomen una prominencia, justo en el ombligo un promontorio.Despacito, para no despertar sospechas, y mirando para otro lado, dirijo el dedo índice y el mayor hacia el ombligo en cuestión, como dos piernas minúsculas, paso a paso se acercan al promontorio. El índice es el que toma la iniciativa y realiza la inspección, en ese momento comenzó a salir de mi boca un silbido muy agudo, de protesta creo, estaba confirmando la sospecha. En la zona aledaña al promontorio mi dedo noto que la piel no tenía apoyo firme. Al momento y bordeando con suavidad el ombligo llegó la confirmación, tenia una hernia. Una hernia umbilical, hernia de mujer que era lo peor, ya que es raro que aparezca en el sexo fuerte. Hubiese aceptado con resignación una hernia inguinal aunque me doliera el escroto, pero, esta me molestaba sobremanera, lo que dolía era el orgullo. El índice y el pulgar transpiraban, la mano también participaba y al poco tiempo el cuerpo se humedecía nervioso.Dejé pasar unos minutos, el silbido se hizo mas grave hasta que cesó. La transpiración se evaporó. Todavía desnudo, con los dos dedos sin saber que hacer, vi la palabra hernia titilando en el espejo. Lugo apareció cirugía, hospital, anestesia inyectable, médico, trombosis, todo por algo que no me pertenecía, que no me correspondía, que era un problema de mujeres. Esto no solo afectaba mi hombría (bien macho que soy) sino que cambiaba todos los planes, estaba a merced de un simple hecho anatómico. Tengo que adelgazar, pensé. Si bien no soy obeso, tengo mis kilos bien ganados. La cintura, que es la zona en cuestión, ha pasado de setenta y cinco centímetros a ciento cinco, un respetable aumento resultado de la vida sedentaria que comencé después de los cincuenta. Pero tenía remedio, dejaría de comer pan.Esta decisión representaba un revuelo en la familia ya que todos, hasta el perro, eran adictos al pan. Era un doble desafío recuperarme de la adicción estando inmerso en un hogar de adictos, no era fácil. Dicen que en el pecado esta la penitencia. Pues se ve que era grave pecado esta adicción ya que la penitencia se mostraba como algo durísimo. Todos los días nos sentábamos a comer y los platos preferidos ameritaban acompañarlos con pan, pan tostado a la mañana con el desayuno, a media mañana un sándwich de algún fiambre con unas hermosas y cuadradas rodajas de pan esponjoso y blanco.Al medio día, guisos, ensopados o comidas con salsa que invitaban a chapotear con el pan crocante que especialmente compraba mi mujer en la panadería mas lejana, “porque es saladito” decía. Recurrí a un cura amigo para pedirle orientación. La pregunta era: ¿como soportar el proceso? Un tarde, en la sacristía, Jesús, así se llamaba el cura, me dijo - Hijo mío, aunque éramos de la misma edad, tienes que ser fuerte, opinión acertada pero obvia, los caminos del señor son misteriosos, tanto es así que nunca pude encontrarlos, seguramente con tu fé, la fe mueve montañas, y la dinamita también, padre, entrégate al señor en cuerpo y alma, él te ayudará, el sufrimiento carnal te acercará a Dios.Esta ultima frase dicha por Jesús quedo resonando en mi mente. Planteado el problema tendría que solucionarlo. Fueron años y años de lucha, avances y retrocesos.Tenia que buscar un sustituto para el pan y encontré el tomate, le ponía orégano, sal vinagre y unas gotas de aceite. Los sabores que aparecían en platos rebosantes de rojo y verde fueron un paliativo que duró un tiempo bastante largo, variantes con pequeñas porciones de ajo y algo de pimienta hacían la diferencia. Pero comenzaron los dolores en las articulaciones, acidez, algunas diarreas que me llevaron a descartar el tomate. Muy a mi pesar debía buscar otra cosa. Ya en esa época había bajado veinticinco kilos, me sentía más ágil. Sentía más amor por mi familia, en definitiva, tengo que reconocerlo, me sentía superior por no comer pan y eso hacia que la armonía reinara en mi cuerpo. Con ochenta kilos comencé a buscar el sustituto del tomate, pase momentos difíciles porque no lo encontraba. Se me ocurrió ir descartando alimentos. Primero la carne de vaca, después la de cerdo, el pollo, el pescado. Me hice vegetariano con sesenta y cinco kilos. Mis conocidos miraban asombrados, mi familia también. Recurrí a Jesús nuevamente porque no me gustaban los gestos de desaprobación que veía en todos, el sentenció, “el señor se sacrificó por nosotros”, Yo debía sacrificarme por todos y comencé a donar todo lo que no comía a la iglesia de Jesús. Con cuarenta kilos me nombraron benefactor de los pobres, imagínense el orgullo que sentí, yo, un simple mortal, el vecino de la mitad de cuadra, benefactor, de no creer. Aparecieron pasacalles en las esquinas expresando el júbilo de la comunidad de la iglesia de Jesús. Hombres y mujeres de todas las clases sociales admiraban mis veinticinco kilos y yo también. Pero un día se me ocurrió dejar de comer verduras para donarlas a los pobres y ser el máximo benefactor de todas las iglesias. En la tarde de ese día, sentado en la silla que había dispuesto Jesús a un costado del altar para que pudiera descansar los días que donaba mis alimentos y vestido con un retazo de tela, lo único que me quedaba de la antigua vestimenta que también regalé, comencé a sentir algo maravilloso, veía luz cuando miraba hacia el confesionario, susurros cariñosos y música en mis oídos y me sentí transportado por el aire hasta que llegue a un pedestal ubicado por debajo de Maria Auxiliadora, otra benefactora. Luego de un momento me situé, los mellizos Dimas (le faltaba parte de la nariz) y Gesmas, que ayudaban a Jesús en las tareas de la iglesia, me habían sacado de la silla para poder correrla y pasar un trapo húmedo y dejaron mi cuerpo en un lugar elevado para que no estorbara. La rigidez que tenía mi cuerpo me mantenía en la posición anterior pero sin la silla que veía desde lo alto. Los mellizos siguieron sus tareas mientras yo los miraba con el rabillo del ojo, ya no podía mover el cuello. Apagaron el equipo de sonido y el murmullo cesó. Luego apagaron las luces del altar y se dedicaron a iluminar el lugar donde yo estaba. Nuevamente una luz muy brillante ante mis ojos. El sol comenzó a ocultarse y se encendieron el resto de las luces de la iglesia, las campanas llamaba a misa, seguramente eran las siete menos diez.Algunos feligreses entraron y me miraron asombrados. No pude saludarlos aunque lo intenté. Tímidamente se acercaron, miraron con ternura y compasión y fueron, uno a uno, pasando sus manos por mis pies balbuceando alguna frase que no podía escuchar.Vi con asombro que lentamente se había formado una larga fila de hombres y mujeres que pasaban por el pedestal, unos me tocaban otros me besaban los pies y todos balbuceaban, me pedían algo. ¿Qué podía hacer? Mis pies sangraban por el frotar de las manos y los labios de tanta gente. Alguien con una mancha roja en su mano grito: ¡Milagro, el santo esta sangrando!, se armo un revuelo, todos querían tocarme, los pies me ardían. ¿Seria este un nuevo sacrificio de los que hablaba Jesús? Por suerte una monjita joven y bonita que estaba por allí se interpuso entre los feligreses y mi pedestal. Les gritó cruzando sus brazos y mirando al cielo con sus beatos ojos celestes: ¡Basta amigos, el santo también tiene que descansar!

EL OLOR

Juana se lavó por enésima vez las manos, durante el día cambiaba de jabón, en pan, de tocador, jabón liquido, hasta se ha pasado hipoclorito, todo tipo de detergentes, se las ha fregado con ceniza como hacia su abuela en tiempos remotos y nada, sentía ese olor asqueroso a poco de lavarse. Alguien le sugirió que tenia que cambiar la piel para que eso desaparezca, pero no le hacia ninguna gracia quedarse sin piel en las manos, ya le ardían y se imaginaba el dolor si hacia lo sugerido. No descartaba la idea, se dijo: cuando este olor me haga vomitar me arranco la piel o me la quemo, mejor. El vómito era lo peor que ella concebía, mas que la diarrea o cualquier otra manifestación del humano y por eso la tomaba como señal de que había llegado el momento de dar un corte definitivo a las cosas. Eso le paso con José, su marido, al principio todo dulzura y luego vino y golpes, porque si y porque no, hasta que Juana vomitó un día. Fue a la ferretería. “Don Liberato, sabe que tengo ratas en casa, ¿que me recomienda? “Este es bueno, los bichos se van en sangre doña”. Se llevó un paquete amarillo con el dibujo de dos enormes y asquerosas ratas, dentro tenia una bolsa de celofán con pequeños granitos teñidos de rojo. Todos los días, le acercaba a José un plato de comida aderezado con algunos de esos granos. Al mes era viuda. Parece que José se cayó en una de sus borracheras y se corto la mano con la botella que llevaba y se fue en sangre nomás. Todo el barrio fue al velorio, todos pensaron que la pobre quedaría sola. Juana con gesto adusto recibía las condolencias y pensaba que no vomitaría más. Las nauseas empezaron un lunes no bien llego a la casa de Don Rotundo, creyó que no le sucedería, pero, el vomito estaba cerca. Se sentó en la habitación donde el viejo dormitaba. Olfateó como un perro buscando el rastro, el olor estaba ahí, era el viejo. Era Don Rotundo el que olía como sus manos, claro de tanto tocarlo se lo pegó, lo cuidaba doce horas por día. Y ahí nomás, un vómito que saltó por los aires, de color pardo con trozos oscuros, había desayunado con pan negro. El viejo siguió durmiendo sin darse cuenta de nada. Juana se levantó mientras se pasaba el dorso de la mano por la boca, fue a la cocina y trajo el lampazo junto a un balde lleno de agua. Muy despacio fue limpiando el piso. Dejó todo en la cocina y salio por la puerta de servicio rumbo a la ferretería de Don Liberato.

EL HORNO

La nueva situación me sorprendió. Inseguro mire a mis contrincantes. Pequeñas gotas de agua brotaban en mi calva, que por suerte, estaba cubierta por un esponjoso sombrero de fieltro. A mi derecha un negro con grandes y carnosos labios que intentaban cubrirle la nariz. Enfrente, alguien con aspecto de cornalito, si, de cornalito, pequeño, brillante por la grasa que salía por todos sus poros y con sus ojos tapados por lentes de vidrios increíblemente gruesos. A mi izquierda el hombre del habano. Solo eso podía decir, su rostro no tenia detalles, parecía una rodilla con boca y en ella el habano largando humo en forma constante. En el centro de la mesa verde, una pila de billetes, en mi mano, solamente un par de cuatros iluminados por la única luz de la habitación. Ya no tenia dinero en mis bolsillos y por eso, sin mirarlo, le dije al cornalito: -Hacéme un vale por 1000 y con eso voy jugado - . Sonrió mientras sacaba del bolsillo de su saco blanco el talonario, llenó un pagaré y me lo dió a firmar. Lo puse en el centro de la mesa. El negro tiro sus cartas, el cornalito tomo un sorbo de su vaso de tequila y también se descartó. El del habano dijo: - Quiero ver – mientras arrimaba diez billetes a la pila. Pedro,se apago la luz y por eso estoy aca, ¿puedo pasar? Mirá, dijo Pedro, sentado detras de un enorme escritorio blanco, me caes simpático, salvo la timba y algún golpe a tu mujer no tenés culpas mayores pero dame un segundo asi le pregunto al jefe. Pedro levanta el auricular del telefono rojo que esta a su lado y digita el numero 33, pone sus pies sobre el escritorio y tamborilea con sus dedos sobre una carpeta que dice Par de cuatros. Bien, bien, gracias a usted, jefe. Mire, tengo al del par de cuatros en la oficina, quiere entrar, ah, ah, a mi me resulta simpatico, ud manda. Pedro se levanta y le alcanza el telefono. ¿Para mi? - dice el hombre. Toma el auricular y se lo acerca al oido. Bien, y yo queria entrar. Pero.....pero......intente correrlos y no salio, si, la verdad........ no pense en mi familia, gracias igual. El hombre, triste, le alcanza el auricular a Pedro, quiere hablar contigo - dice. Pedro, escuchando con mucha atencion, muy bien jefe, a la orden.
Que te dijo? pregunto Pedro. Que soy un pelotudo, una deshonra para los jugadores de pocker y para mi familia, por eso no puedo entrar.
Lamento!- dice Pedro
Al lado del hombre y tomandolo por un brazo aparece una persona vestida de negro, con los cachetes encendidos, de un rojo brillante, con un tenedor en la mano. Ambos se dirigen a una puerta que dice: PURGATORIO.